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Modernidad e historia de la cultura: dos resortes presentes en la obra de Wolfgang Scholz

En las dos primeras visitas hechas por quien escribe estas notas al taller de Wolfgang Scholz (Dresden, Alemania, 1958) fue necesario sortear una empinadísima escalera caracol, de modo tal que, por un momento, uno se convertía en improvisado equilibrista. Después, arriba,  una  terraza precedía o precede al amplio estudio -cuyos muros de vidrio establecen una continuidad con el espacio abierto de la azotea-  en el que, como si fuera una caja de sorpresas, aparecen, uno tras otro, los cuadros; casi todos de gran formato. Desde aquellas primeras experiencias (si se entiende a la observación del cuadro como una experiencia al mismo tiempo pasiva y relativamente activa) hasta el momento actual, la memoria hace sus jugarretas de modo tal que, probablemente, miente o se equivoca cuando dice que los dos primeros cuadros vistos  aquella tarde –durante la primera visita- eran rojos. Si esto es verdad o no, no se sabe y no importa, lo que sí tiene sentido es asociar, por contraste, la intensidad del color rojo con la melancolía de esa tarde y con el espacio en suspenso que creaba la disposición de los objetos: casi todos los cuadros puestos al revés (apoyados contra los muros), una o dos sillas y una pequeña mesa, sin excluir la ausencia del pintor. Wolfgang Scholz estaba en Alemania, su país de origen.
El reverso del cuadro, sobre todo cuando está cubierto, puede provocar, simultáneamente, sensaciones sombrías y su contraparte: la promesa de lo que vibra en el cromatismo y la composición de lo pintado o dibujado sobre la tela. Entonces ese ocultamiento que significa el reverso del cuadro y el posterior develamiento del mismo, introducen una zona de tránsito en la que la incertidumbre juega con la espera y con la posterior consumación de la mirada, que es placentera si el cuadro está bien resuelto, y más placentera aún si la obra se conecta con la mirada, por razones que la conciencia no puede explicar. 
Volviendo al tema de la memoria, cabe señalar lo obvio: siempre es retrospectiva, lo cual puede llegar a convertirse en una limitación. Al mismo tiempo, casi nunca es fiel a lo recordado y, por ende, muchas veces inventa y/o trastoca los hechos. La memoria, además, tiene ritmos y asociaciones variables que perfilan distintos estados temporales, desde la pausa y el reposo del que piensa y recuerda, hasta el desmesurado vértigo que suele ser la asociación  mental  en ciertos tipos de locura, al punto tal que impide, quiebra y pone en suspenso al habla, así como a la lógica discursiva. Wolfgang Scholz posee un cuadro titulado “About love” que es la parte central de un tríptico, cuya figura aparentemente masculina, apoyada sobre un fondo blanco y rojo, abre la boca en círculo para lanzar un grito, el grito del loco ( véase la novela “Aquí llega el sol” de Antonio Marimón, Colección “El guardagujas”, Pubicaciones de CONACULTA).    
En la tercera y última visita que hice al taller de Wolfgang Scholz -esa vez acompañada por él y por Isabel Beteta, su pareja- la escalera para improvisados trapecistas había sido reemplazada por otra, más convencional y para nada sinuosa. Y allí, después de atravesar la terraza, apoyados en el muro de fondo del taller, había dos grandes cuadros similares entre sí, de reciente factura, verdaderamente impresionantes. El título de uno de ellos es “Dos figuras colgadas”. Sobre un fondo rojo en la parte inferior y negro en la zona superior derecha, dos figuras están colgadas al revés en una suerte de tabla o tubo de hierro, de modo tal que, abajo, sus cabezas están “a punto de chocar” dice el pintor. Por otra parte, en el centro de la tela, el rojo se mezcla con el blanco para determinar una zona más clara que enriquece a la imagen global y otorga una tregua al contenido discursivo y cromático de la misma. Esa área más clara parece una ventana ciega, cerrada al exterior al tiempo que lo insinúa transformándolo en un punto clave del enigma, porque alude a algo que quizá “está” en la profundidad del plano de fondo, o bien más allá de él, cortándolo virtualmente.  
Wolfgang Scholz cuenta que introdujo la parte más clara un día en el que el sol se posó en ese sitio de la tela. Estamos, así, ante un hecho concreto y narrable (bello también) que viene del entorno del cuadro y que tiene al pintor como su más cercano e íntimo observador. Pero he aquí que, como se sabe, por un lado, insisto, lo relatable en términos testimoniales proviene del afuera de la obra, para adquirir un carácter formal  en el interior de la misma, cosa que aumenta no sólo la polisemia, sino también la condición enigmática del lenguaje intrínseco. En efecto, esa región más clara puede  abrir el campo semántico y, también, concretar la fisuración de límites entre el espacio circundante y aquello que sucede sobre el lienzo.
¿Pero sucede realmente, o la posible anécdota deviene en una múltiple significación inevitablemente ambigua y por lo tanto arbitraria? No olvidemos que ambos resortes –lo ambiguo y lo arbitrario- son constitutivos de la neofiguración. Y a propósito, la producción de Scholz pendula entre lo neofigurativo y la abstracción pero está más próxima a esta última. Así, si se piensa en los siglos de pintura representativa, aquí el mínimo punto verosímil establece un frágil llamado en medio del desierto simbólico  que rodea a lo reconocible en la inmensa aventura abstracta que fue, en gran medida, la pintura del siglo XX. En tal contexto, todos los otros pocos componentes del cuadro que estamos comentando son, a nivel del sentido, igualmente ambiguos y arbitrarios. Lo es, asimismo, la ficción o el artificio que propone la producción de Scholz en la medida en que el esbozo narrativo es una derivación especulativa de la imagen pictórica.
Entre paréntesis, ¿cabe hablar de ficción cuando se aborda un cuadro abstracto? Yo diría que no, que es más conveniente hablar de artificio en el contexto de una descripción de las formas y figuras, sean estas abstractas o figurativas, porque la abstracción se permite y nos permite leer en ellas lo que nombré antes como uno de sus signos: la arbitrariedad, la no referencia y la libertad  de recreación y visión. La posibilidad, en suma, de algún tipo de invención (aunque la idea de invención estética siempre es polémica) sin perder la condición de escritura segunda (Roland Barthes) consustancial a la crítica. Así, la abstracción visual  puede analogarse –teniendo en cuenta que se trata de dos códigos distintos- a la construcción poética. Y a propósito, como se sabe,  la obra específicamente artística carece de lenguaje propio cuando se ejerce sobre ella la crítica. Los métodos de abordaje provienen de la filosofía, la historia,  la sociología, la literatura, la semiótica y la psicología.
Pero volvamos a las “Dos figuras colgadas” que comentamos párrafos atrás. En términos estrictos, si dejamos de lado el título (que, por otra parte, es intercambiable ya sea por los observadores o por el observador privilegiado, que es el mismo pintor) nada en él hace pensar que las dos figuras cuelgan de un tubo de hierro o de madera: lo que vemos es una gruesa línea de la que penden las figuras y la buena articulación estructural. No sabemos tampoco si esa gruesa línea obedece a la configuración formal o es necesaria para el sentido total del cuadro. Creo que aparte de cumplir tal equilibrio compositivo, importa mucho porque permite que los personajes, insisto, cuelguen de ella. Es decir, permite abrir una primera instancia narrativa aunque fragmentada. En cuanto a la significación, hay por lo menos dos posibilidades: ¿las figuras cuelgan por estar sometidas a un maltrato, o bien son trapecistas de un circo? Como es obvio, ambas respuestas resultan pertinentes.
Párrafos atrás se usó en estas notas el vocablo personajes dirigido a las figuras. En términos estrictos, ese vocablo sería adecuado para  una escena realista, que desde la teoría estructuralista está compuesta por  formas y figuras. Y es que esos personajes o figuras humanas no son más que manchas sugerentes, acordes con la propuesta global de Wolfgang Scholz  que antes señalamos: su mayor cercanía  a la abstracción y, por ende, su lejanía ( no completa) respecto a lo figurativo.
Y qué puede decirse de la mancha negra situada en la esquina superior derecha de “Dos figuras colgadas”: es amenazante, pareciera que va a cubrir con su ímpetu a las figuras, que va a ennegrecer todo el entorno.
Antes de concluir el análisis de este cuadro (Otro titulado “Dos figuras en su espacio” es casi igual, lo que varía es la posición de ambas figuras) resulta conveniente decir que Wolfgang  Scholz  está cerca de la herencia de Georg Baselitz. No hay, que a mi me conste, una influencia directa  de este último en el grupo de obras que estamos analizando. En general, Baselitz maneja la neofiguración, así como el expresionismo y el gran legado del romanticismo, con una intensidad distinta a la de Scholz. Este último trata de contener la estética romántico-expresionista de una manera que más tarde veremos.
Yo diría que este artista parafrasea a Baselitz cuando invierte algunas de sus figuras. Por otro lado, el pintor mayor es más expresamente dramático que Scholz y, en esa medida, su filiación con el expresionismo histórico alemán, es también  más acentuada. No obstante, vuelvo a decirlo, tanto uno como otro autor, cada uno en sus proporciones (no estoy estableciendo un paralelo) se insertan en esa larga herencia dramática propia del expresionismo histórico, que desde el romanticismo y aún antes, constituye uno de los ejes de la pintura y de la cultura alemana. El protagonista de estas notas se aleja bastante pero no completamente de la tradición romántica y expresionista germana, pero no corta con su legado. Insisto: si pensamos que las dos figuras pueden ser prisioneros o equilibristas de circo, la incertidumbre generada por esta doble posibilidad coloca al cuadro de Scholz en el ámbito de la modernidad, en tanto fisura la ilusión representativa. Por otro lado, si se acepta la primera interpretación, la tragedia implícita en ella se emparenta con la del Werther de Goethe. Ahora bien, yo diría que la producción de Scholz nace conceptualmente después del Werther, tanto como después de las dos tendencias expresionistas, la histórica y la de los años ochenta. Qué quiere decir después: que hay un escepticismo y una memoria de las reservas culturales que yace en la base o punto de partida del estilo que hoy atestiguan los lienzos de Wolfgang Scholz. No es, precisamente, una empresa menor; es trabajar con aquello que late en los lugares profundos del ser y, simultáneamente, emprendar la búsqueda y su consumación de una obra singular. Este artista lleva en sí el espíritu de la cultura y de la existencia alemanas, pero elabora cada cuadro dentro de su propio código.
Hay una tela llamada “Fight in Yellow”, con la superficie totalmente pintada de amarillo, en la que un protagonista festivamente grotesco, le da una patada a otra figura menos delimitada que la anterior; todo ello con una buena dosis de humor, como si estuvieran actuando bajo la carpa del circo. La primera figura tiene aspecto de payaso y la segunda, parece asumir el rol de un antihéroe vestido, gracias al collage, como paria  ¿El Quijote y Sancho Panza? Probablemente. Pero si se asocia esta pintura con la de los colgados, puede ser que la interpretación de esa escena prevalezca sobre la otra, la que alude a prisiones y torturas. O bien, ambas son pertinentes.   
Si la posmodernidad sucede después de un “proyecto incompleto” como fue, según Habermas, el de la modernidad, estamos trabajando a partir de restos. Y en ese contexto, si lo hubiera, vale preguntar cómo se trabaja entre restos: ¿con una conciencia activa de la muerte, con un mapa integrado a la creación y a la vida plagado de señales mortuorias? ¿Enunciamos en nuestras obras a la muerte directa o diferidamente? ¿Cuál es nuestra concepción del vacío en tanto somos todavía  protagonistas o herederos de la cultura y la sociedad modernas? Aquello que podemos apuntar como respuesta a uno de los infinitos aspectos que hacen a la cultura del siglo XX, es la utilización del cuerpo como materia de experimentación, sea elíptica o frontalmente.
Tal vez nunca hubiéramos imaginado que  la negación del lenguaje entendido como lenguaje-cuerpo que se repliega sobre su propio interior desconocido, sobre la sospecha de un vacío tan concreto como desviado, un cuerpo que reconvierte  las acciones dadaistas  trastocando, sin anularlo, el concepto de tautología y anudando la fusión entre sujeto y objeto, ese cuerpo se convertiría en motivo de auto-experimentación visual, en el “campo expandido” donde el arte se entremezcla  con la cultura y con la sociedad.
Wolfgang Scholz trabaja sobre esos restos pero, simultáneamente, su actividad va más allá y más acá para ubicarse en un marco histórico y cultural, que sitúa a este  artista dentro de ciertos cánones con indicios más clásicos dentro de la modernidad. Uno de estos enfoques –como pudiera ser la imagen constituida sólo por espacio y figura- de pronto alcanza otro giro: el de una soledad absoluta o casi absoluta en la que se puede entrever el carácter que esa soledad ha adquirido en los tiempos que corren. 
Por otra parte, Scholz atenúa los aspectos expresionistas en varios cuadros como si   buscara una tregua, un sitio cálido y soleado donde transitar  la memoria cultural y personal. De todas maneras, vale repetirlo, las señales tácitas del legado alemán, vistas integralmente, permanecen en la producción de este autor.
Con ecos del Sturm und drang, Scholz elabora el caos de acuerdo a los recursos  y valores estéticos promovidos por los tiempos modernos;  usa, por ejemplo, el collage y las técnicas mixtas. Así, sus superficies convocan una diversidad de rasgos -entre éstos  lo gestual y el espesor matérico- y son, en cierta medida, un motivo de experimentación espacial.
Veamos ahora que ocurre con la figura humana en la producción del artista que estamos comentando. Este pintor y cineasta recupera a la figura humana y, al hacerlo, responde a una de las grandes propuestas de la modernidad. En efecto, el siglo pasado alteró los contornos y la anatomía de las figuras, colocando en estado de crisis o de desaparición a las mismas. Quien encabezó esta batalla fue, como se sabe, el cubismo. Tambien lo hicieron el movimiento fauve y el ya citado expresionismo, vertientes a las que se suman el futurismo, el Suprematismo y el Dadaismo. Y fue tal la pulsión destructora y reconstructora bajo otras leyes estéticas, que Picasso en los años veinte vuelve a pintar por un tiempo  las anatomías clásicas. Asimismo, Francis Bacon y en México José Luis Cuevas, Francisco Toledo y Melecio Galván, llevan la acción deformadora y retransformadora a límites extremos.
Vuelvo a la producción de  Scholz para ver como se inserta en   todo aquel mosaico que atraviesa al siglo XX. Este pintor focaliza su depurada iconografía en la figura humana. No hay antropomorfías en sus figuras, sino el breve bosquejo de algo que se parece a una mancha y, al mismo tiempo, otorga al espectador indicios de que esos cuerpos amorfos deslizan la presunción de ser cuerpos humanos. Son, sí, metafóricamente, hombres y mujeres sonambulescos que surcan el espacio del cuadro o se sumergen en él, quietamente. De esa manera, el espacio multiplica sus funciones: a veces es casi totalmente un plano de apoyo, otras veces  establece complicidades con las figuras: es un espejo en el que las figuras se miran y juegan entre sí, compiten entre sí, se acercan y se alejan, esbozan encuentros íntimos donde el erotismo se despliega suave, insinuante, confundiéndose con las transparencias  y texturas de la superficie. La superficie es cama, sitio que  se instituye como casa o lugar, lugar que atenúa el vacío, casa con destellos de luz que ampara y expone a lo incierto, lo no develado, casa-lugar habitada y dinamizada por las figuras. Todos estos rasgos opuestos convergen en los cuadros de Wolfgang Scholz; también, la restitución de  la figura humana,  que había sido expulsada en grandes zonas de la pintura del siglo XX.
Quiero insistir: la manchas o/y trazos que representan a la figura humana en las telas de Scholz, cuestionan pero no degradan a las mismas. Hay hacia ellas una cierta piedad, un ritmo lúdico y, pese a su no conformación realista, algo de elegancia a veces. Y hay, asimismo, un retorno a lo primigenio cuando están dibujados, si entendemos al dibujo en el seno de la pintura como un esbozo.
Veamos de nuevo como se comportan las figuras en el espacio. Hay un cuadro denminado “La pareja” cuyo fondo es amarillo, en el que las dos figuras que lo habitan juegan entre sí estableciendo un remoto parentesco con el realismo; esos “individuos”, en efecto, se acercan al garabato y se espejean con los garabatos que los rodean y que bien pudieran ser su insólito lenguaje, un lenguaje carente de contenido explícito, fijado en su estricta condición no referencial. Y hay en “La pareja” una coherencia entre el juego de las figuras y el dinamismo de los garabatos. Asimismo, en el conjunto de obras que estamos analizando, se incluyen dos cuadros horizontales en los que predomina el color rojo que forman parte de un proceso para llegar a otro lienzo, más cuadrado, cuyo fondo blanco sostiene a dos figuras de color gris oscuro. Tanto en los rojos como en el cuadro blanco que completa el proceso, el tratamiento de la pintura y de la imagen abre dos cuerdas de la función poética. En los cuadros rojos la pintura es delgada y sus modulaciones generan un lirismo suave que acompaña a la cópula entre figura y espacio. En cambio, el cuadro blanco o grisáceo titulado “Africa 2”, insinúa mayor movimiento de las figuras; éstas, además, delimitan un claro contraste entre forma y fondo. Por su lado, el espacio adquiere cierto espesor que, junto a la postura y definición de las figuras, sugiere un discurso minímamente inclinado hacia la prosa poética. En efecto, cierta aspereza en la puesta de la pintura sobre la superficie, el contraste entre el blanco y el negro, más la posición dinámica de las figuras, parecen simbolizar la confluencia de prosa (dada por la aspereza) y poesía, (dada por el cromatismo y por la constitución de las figuras).

Y en el tríptico “About Love” figuras rojas tienen los brazos amputados. Cabe decir que el recurso del chorreado consuma, en varios trabajos, uno de los aportes a las gradaciones tonales y poéticas. Finalmente, una figura femenina que ocupa la mitad derecha de la tela, realiza un arco con su cuerpo y la caída de su pelo. Es un cuadro bellísimo.

Vale insistir una vez más: existe una tensión en la obra de Scholz entre la condición trágica de lo deforme y un refinamiento que otorga cierta tregua a los rasgos dramáticos. Hay, además, una complicidad entre figura y espacio contra el desamparo pero también como lugar de la alegría.

17.11.2004

Lelia Driben, is an art critic and curator. Born in Agentina. Lelia Driben received her bachelors in modern literature and history from the, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina and did her post-graduate studies in Mexico City (UNAM). She was founding member of the Museo Nacional de Arte (MUNAL) de la ciudad de México; curator for the Cultural Institute of Mexico City. She has been an important art critic for several art journals, and teaches at the Universidad Iberoamericana modern art analysis. She lives and works in Mexico City, Mexico.